domingo, 14 de abril de 2013

¡Yo puedo volar! ¡Yo atravesar paredes! ¡Yo soy invisible!


A mis veintiún años de vida puedo decir que disfruté mi infancia: fui privilegiado. Siempre tuve alimentos, un techo y una familia en la cual apoyarme ante las adversidades que se me presentaran. Mis juegos iban desde horas y horas jugando con figurines de Pokémon y peluches de diversos tipos hasta el sedentarismo y desarrollo de la habilidad mano-ojo que presumen los videojuegos.

Mis pequeños amigos y amigas eran amistades que en ese tiempo fungían como la llave de la felicidad en mi vida: a pesar de ser solitario me aventuraba a hablarle a las personas que tenían gestos amables conmigo y disfrutábamos horas de diversión con juegos inocentes durante el recreo y los fines de semana. Si alguien “la traía” bastaba con pedir “pidos”, si alguien se embarazaba un ligero roce bastaba para “desembarazarla” o “desembarazarlo” y todo terminaba en risas. Las pistolas solo hacían “pum” por nuestras bocas  y las heridas sanaban por sí solas.

Pude decir fácilmente un: “Te amo, mamá.” Sin siquiera dudar de ello; pude ser cómplice, rival y mejor amigo de mi hermano sin problema alguno. El afecto fue suficiente para que –a lo que me gusta pensar- pudiera desarrollarme de manera saludable para convertirme en el adulto joven que soy el día de hoy.

Sin embargo, este año, dos días antes de cumplir mi vigésimo primer aniversario conocí a un niño –a quien llamaré Lalo para respetar su privacidad- que me hizo tomar conciencia a un grado totalmente nuevo para mí sobre la responsabilidad que tengo como ciudadano.

Lalito es un niño de aproximadamente nueve años de edad. Su manera de ver la vida azotó mi paradigma en dos minutos. Él es el mayor, sus otras dos hermanas tienen 6 y 3 años respectivamente. Sus padres están juntos, sin embargo, no presentes: el estilo de vida que llevan los obliga a trabajar diario casi todo el día: y no es que sean adictos al trabajo, es que si no trabajan un día ellos y sus hijos dejan de comer.

Y el problema no es solo una larga ausencia durante la jornada laboral de ventas en el tianguis; también los problemas entre el alcoholismo de papá y las relación entre ellos dos y mamá hacen que Lalito y la hija de en medio digan frases como: “Ojalá no tuviera papá, míralo, ya está pedo.” (sic); la relación de Lalito con las personas en su comunidad; o que su necesidad de cariño sea tan grande y no cubierta, que en cuánto ven a alguien que se acerca a convivir con él les exija abrazos, juegos y demás apapachos.

No, no es que me asusten los problemas intrafamiliares. No es que piense que solo porque en comparación con la suya mi infancia fue privilegiada por lo mucho o poco que pude vivir. El shock surgió cuándo Lalito -con quién jugué tanto como el tener que ser una de las personas a cargo de 200 voluntarios construyendo 20 viviendas de emergencia junto con 20 familias en Ampliación Rehilete, me lo permitía- reaccionó a mí partida.

A Lalito, como ya podrán imaginarse, le encantan los juegos y el afecto corporal. Desde un abrazo hasta levantarlo al aire para que esté en los hombros y hacerle “caballito” es algo de lo que difícilmente se cansa (yo no logré averiguar si existía algún punto en el que ello le hastiara) y a pesar de que trataba de darle turnos a él, a sus hermanas y a los niños que se acercaban a jugar, él más que ningún otro se imponía y exigía que jugara con él.

Para poder cumplir con mi rol dentro de Techo, tenía que visitar varias familias, por lo que llevé a Lalito a un asiento de su casa y le expliqué que de momento tenía que partir, pero que él tenía que quedarse a ayudar a los voluntarios a construir su nueva casita. Lalito, por obvias razones, se molestó y me pidió que me quedara a jugar con ellos un rato más. Traté de explicarle que así como tenía que ir a su casa a verlos a ellos y a los voluntarios, tenía que ir a las demás casas dónde hiciera falta apoyo en una u otra cosa.

“-No, quédate.” “Pero me necesitan, ¿Qué va a pasar si las otras casitas no se terminan? También tengo que ir a ver qué hace falta allá.”. “Cáchame otra vez.” –Decía Lalito para pedir que lo subiera en mis hombros. “De verdad me tengo que ir, pero puedo volver hoy más tarde.” “Si te vas te meto un plomazo.” –Palabras de un niño de nueve años. –Silencio. “Lalito, ¿Qué es un plomazo?” “Darte un balazo.” “¿Y sabes qué pasa si me das un balazo?” “Te mueres.” “¿Y sabes qué pasa si me muero?”. “Nada.”

Un niño que sufre las vicisitudes de la exclusión social fácilmente tiene en su entorno agresiones graves como lo pueden ser un disparo. Si una persona está expuesta constantemente a agresiones físicas y asesinatos es lógico que se vaya perdiendo la sensibilidad en cuánto a la pérdida de otros seres humanos. ¿Si las personas que viven en este tipo de asentamientos son invisibles para la sociedad y a nadie parecen importarles, por qué a ellos habría de importarles si alguien fuera de su entorno muere? No estoy seguro ni creo que a los nueve años yo haya sido capaz de dimensionar lo que una muerte representa, tampoco sé si Lalito es capaz, pero ciertamente he tenido una vida completamente distinta a la suya.

“¿Cómo que no pasa nada? Mi familia y mis amigos se van a poner súper tristes.” “No es cierto.” –Lo veo de la manera más sincera que puedo directamente a los ojos. “Sí, sí es cierto, Lalito. Yo tal vez me muera, pero ellos se quedan tristes.” –Su mirada no deja la mía. “¿Quieres que ellos se queden tristes?” –Niega con la cabeza. Me abraza. “Nada de balazos, ¿Está bien?” “Está bien.”

Así de rápido como Lalito decide que dispararme y terminar con mi vida es su mejor opción, logro disuadirlo de ellos, así de rápido como lo hago cambiar de opinión, algo en su entorno lo hace regresar a su estado anterior.

En una sociedad dónde se excluye a sectores de la misma es difícil hablar de desarrollo social, de seguridad o de crecimiento económico. Así como Lalito, de acuerdo a una nota publicada en El Economista, 21.4 millones de niños y adolescentes viven en situación de pobreza. No se especifica la cantidad que vive en pobreza multidimensional extrema, sin embargo también se calcula en millones de acuerdo al CONEVAL y otras instancias que estudian la materia.

Un fin de semana jugando con un niño no termina con el problema. La construcción de una vivienda de emergencia busca satisfacer el derecho a la vivienda (establecido como Derecho Humano en la Declaración Universal de Derechos Humanos) y ser una excusa para que la comunidad con la que se trabaja crea en la voluntad y de los voluntarios de Techo para trabajar en conjunto y que sea posible crear planes de Habilitación Social a futuro. Sin embargo, no es suficiente, porque una sola organización no es capaz de atender todas las necesidades de la sociedad y menos de arreglar un país entero.

En lo personal, agradezco, pero no son suficientes un: “Qué buena labor la que realizas” o un “Qué bueno que estés con los más necesitados.” Seguro también pueden existir críticas, y gustoso las escucharé y consideraré para tratar de hacer una mejor labor. En lo general los comentarios son alentadores, pero falta más y yo sí exijo algo.

Lo que yo le exijo a quién esté leyendo esto, es participación. Porque así como Lalito, existen millones de niños, que lejos de darme miedo por el hecho de que en un futuro sean quiénes dirijan la bala que terminen con mi vida o con la de alguno de mis seres queridos, son seres humanos que están perdiendo su vida sin tener la oportunidad de vivirla. Lo que yo le exijo a la gente ahora que sabe los alcances que pueden tener su indiferencia es que de la manera que les sea posible se informen, y que esa información la compartan. No le exijo a nadie que vaya conmigo a construir viviendas para convivir con familias que tienen que sobrevivir día a día explotándose por menos que el salario mínimo; tampoco les pido que sea mi causa la que los mueva a ayudar a reestructurar y sanar el tejido social; sólo te pido, que si puedes leer esto, es porque tienes la capacidad de darte 10 minutos y buscar datos sobre violaciones de derechos humanos y leer un solo artículo, el cuál puedes comentar con tus seres cercanos para que los problemas que más te afectan, sean por lo menos discutidos en la agenda pública, y que con suerte, te acerques a una trinchera desde la cuál te sientas cómodo trabajando por resolver la situación actual de tu país, porque el desarrollo social es trabajo de todos: es nuestra responsabilidad.

Carlos Alberto Aguilar Cáceres
@KrlozAguilar
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